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28 diciembre 2009

"Tres vidas de santos", de Eduardo Mendoza

El autor y su obra:(Ver aquí)
La obra:
Estoy de acuerdo en que "La verdad sobre el caso Savolta" fue una novela rompedora. Convengo también en que "La ciudad de los prodigios" fue una delicia para los que nos gusta rastrear en los orígenes del genio cultural de Barcelona y sus habitantes. Incluso estoy por admitir que la capacidad de fabulación, la maestría para contar una historia, y el dominio del ritmo narrativo de Eduardo Mendoza se encuentran fuera de lo que es habitual en nuestra narrativa más reciente. Pero también he de decir que la mayor parte de estas virtudes están ausentes de sus últimos relatos, agrupados bajo el título de "Tres vidas de santos". Y lo digo porque, menudencias aparte, se me antoja inquietante la escasa preocupación del autor porque las historias que nos cuenta tengan una mínima apariencia de verdaderas, o, dicho de otra forma, que sean verosímiles, esto es, creíbles, desde el punto de vista literario, claro es. Y ello se debe a que, a mi modesto entender, la falta de verosimilitud es el más letal de los defectos de los que puede adolecer un relato. Y ello por la sencilla razón de que el lector no acaba de tomárselo en serio. Y cuando eso ocurre, apaga y vámonos, que diría el castizo. Y no hablo a humo de pajas.
En el primero de estos relatos, "La ballena", existe una escena impagable que al final casi salva el relato. Me refiero a la magistral descripción del Congreso Eucarístico de Barcelona contemplado desde un balcón por la familia de la tía Conchita, trasunto de una burguesía catalana devenida franquista por mor de haberle visto las orejas al lobo durante la Guerra Civil. Pero el relato, ya digo, termina por naufragar, víctima de la falta de credibilidad de alguna de las situaciones. Veamos algunas. En primer lugar, por muy mal concepto que se tenga de la formación del clero -y yo no lo tengo muy alto, la verdad- es difícil imaginar un zote del tamaño de Don Fulgencio Putucás, pese a lo desterrado que se pueda encontrar in partibus infidelium. Si, además de ello, nos desayunamos con que el ilustre tonsurado, ha ejercido de sicario, se hace anticlerical y deambula por las calles de Barcelona convertido en borrachín, traficante de drogas y mendigo, el lector acaba al borde del delirio y se siente tentado de abandonar la lectura. Pero hay más: da la impresión de que el propio autor termina embriagándose con sus propios disparates y, al final, claro, no sabe cómo rematar la faena de tanto enredo como ha montado, y, así, en media página, resuelve, de forma penosamente cómica, las vidas y milagros, del tío Antón, la tía Eulalia, el tío Fran, el tío Víctor, el tío Agustín y su enfermera que, al final, se casa con un ingeniero de Kuwait ¿Quién da más?
En el segundo relato, "El final de Dubslav", la falta de credibilidad y el absurdo andan de la mano. Para empezar, resulta un tanto extraño que la madre del protagonista decida quedarse encinta para que, rechazada por la sociedad, pueda dedicarse a lo que realmente le gusta, la investigación científica. ¿Rebuscado, verdad? ¿No habría sido más fácil no engendrar un hijo del que luego no se va a ocupar ni poco ni mucho? Item mas, ¿qué extraña enfermedad padece el protagonista que, pese a todo, no le impide ir cambiando neumáticos por el desierto a un ritmo frenético sin que podamos atisbar ni una mala estación de servicio? Si, según todos los indicios, nos encontramos en la República del Chad, ¿cómo es posible encontrar en pleno desierto una cruz que, según datos del narrador, seguramente se debe al paso de los cruzados por aquellas lejanas tierras? ¿Una cruzada, de las ocho que hubo, que recala en tan recónditos parajes? También la falta de respeto por la verdad histórica ,y, en definitiva, por el lector, puede ser de efectos mortíferos en un relato que quiera pasar por medianamente convincente desde el punto de vista literario
El tercero relato, "El malentendido", para mi gusto el mejor de los tres -acaso por aquello de que en él nos aparecen hermosas palabras sobre el poder de la literatura, "que puede rescatar vidas sombrías y redimir actos terribles"- tampoco está exento de ciertas limitaciones. Por ejemplo, bautizar al protagonista con un nombre chocante -Antolín Cabrales Pellejero- sin duda con el ánimo de buscar la complicidad risueña del lector, es recurso que, por sobado, resulta impropio en un novelista tan avezado como Eduardo Mendoza. Pero hay más. ¿Cómo es posible que la profesora de literatura diga que Antolín era un alumno del montón tras haberse merendado a escritores como Sthendal, Balzac, Proust y Musil, al tiempo que hablaba de lo leído con cierta sensatez? ¿Es acaso creíble que un individuo medicocre se convierta en novelista de postín y sea invitado como conferenciante a las más pretigiosas universidades? ¿Cómo es posible que a una persona del montón se le adjudiquen afinidades literarias con Genet, Gorki, García Lorca o Valle Inclán?
Pero, ahora que caigo, ¿no vendrá el título de la obra a justificar muchas de las ocurrencias milagreras, despropósitos y desafueros que en ella concurren? ¿No estará Mendoza haciendo hagiografía? Podría ser. Pero el truco, aparte de facilón, no me hace preferir sus relatos a los de la "Leyenda dorada", de Jacobo de la Vorágine. ¡Esas sí que son vidas de santos!